Tuve la fortuna de hablar, en algunas ocasiones, con CJC, especialmente, para algo de sus libros o, sin duda, escribiría algo suyo en “Abc”, cuando vivía en Palma de Mallorca y, con frecuencia, venía a Madrid a un hotel del paseo de la Castellana. Estuve con él, varias ocasiones y lo despedía en Barajas, camino de Mallorca. Era una satisfacción escucharlo, oírle, pensar en su verbo literario, medido y su buena voz, qué voz. La Biblioteca Nacional recoge su vida y nos la muestra, con motivo del centenario del Nobel, frente al café Gijón, refugio de muchos de sus ratos. Resulta un gozo prender su vida en la memoria y oír, lejanamente, su buena dicción. Cela es “un libro y toda soledad”, que se mira en el espejo de Cervantes, solitario y tumultuoso, y en el de Bécquer, “la soledad es el imperio de la conciencia”, esa soledad acompañada de la independencia. Cela se mira, además, en el espejo de Cervantes y en el de Camus. Para ambos, el Poder es triste. “Se trata de no dejarse cortar ni el pelo ni las uñas del alma, se trata de no dejarse limar las vírgenes asperezas del carácter”. La exposición abarca una vida tan densa como emotiva, “el viejo reloj del escritor, reloj incansable y rezuma cansancio…”. El paseo por su infancia y adolescencia, la Universidad y la Guerra –“ese monstruo pavoroso y goyesco, sus amargos años 1940, 41 y 42, los más amargos de mi vida”, su primera baraja literaria, La familia de Pascual Duarte, censura y creación, su viaje a la Alcarria, Cela, actor de cine, “La colmena”, sus viajes a Hispanoamérica, la vida en Mallorca, “Mis “Papeles de Son Armadans” – “de mis amigos y míos” -. El ingreso en la Real Academia Española, el encuentro con Picasso, viajes y obras, el cierre de “Papeles de Son Armadans, sus viajes a las Universidades de USA, “ese regalo de los dioses (…) y me reconforta la idea de que se haya querido premiar a una lengua gloriosa y no a un humilde oficiante de ella…”, refiriéndose, en “Elogio de la fábula”, a su discurso del Premio Nobel, 1989”. Es un recorrido hermoso por esta vereda de palabras, de un camino castellano, como quien matiza sus pasos por La Alcarria, que yo conozco muy bien y, ahora, estoy releyendo. CJC es el don de la palabra, el señorío, su voz grave…, “El Cervantes”, su visión gallega, “al escritor se le ha parado su reloj” o “declaro públicamente mi mejor deseo de fundirme con la tierra en el camposanto que rodea la antigua colegiata en la que fui bautizado”. Y su Fundación Pública Gallega Camilo José Cela, gran tesoro bibliográfico: Cien mil monografías, cuarenta mil ejemplares de publicaciones…. Miles y miles de archivos. Bien merece pasar unos días en Iria Flavia, su aldea natal. Leer su obra o, lo que buena parte, sea posible. De momento, un alto en la Biblioteca Nacional, es muy reconfortante. Estos días, antes de dormir, releo “Viaje a la Alcarria”, comarca que conozco muy bien, pues son pagos que descubrí hacia los años sesenta, cuando aún la vida de la Alcarria seguía, dormida e inmóvil, a un tiro de piedra de Madrid y, los pueblos tenían, sin embargo, un cierto sabor. Hita, por citar uno. Esa Alcarria que hice con toreros de otro tiempo, en las largas tardes de estío y tedio, en viejas plazas de carros, en Tendilla, por ejemplo, entre otras, donde Pío Baroja tenía un olivar…, Sacedón y no recuerdo, qué personaje confinó Franco en ese pueblo. Con Victoriano Valencia, “toreamos” quizás en Cifuentes, a punto estaría un novillo de cogerme… Era esa época, cercana en un olé lejano, cuando Madrid no se había quitado la caspa del casticismo y aún se pregonaba la miel de la Alcarria por sus calles. Ese Madrid que aún no dejaba de ser un poblachón manchego. P.D Habéis despedido a Manolo Vaz - Romero con los honores de afecto que siempre tuvo con los que tuvimos la suerte de tratarlo. Además de acogerme, con cariño y extensión, en uno de sus libros. Nos unían las letras, el afecto y el aire compartido por el amor a Sierra de Gata, pues se sentía muy de Perales del Puerto. No hace mucho, hablamos. Estabas, como siempre, lleno de vida, Manolo. Seguro que duermes en los amaneceres y atardeceres de tu Arcadia feliz, la Sierra, que ya se encargará un Ángel de velarte y abrirte una luz de ocaso en ese pequeño paraíso. Que la tierra te sea leve.
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Cuanto te agradezco - J. A - que narres mi siesta, me cantes, bajamente, como un juglar, me acunes, aunque lo tuyo, sea decirme metáforas, abrir el cauce lírico de la palabra. Ya veo tu papiro bajo el sol ardiente de la siesta, cuando casi todos dormitan, se abandonan entre sombras o en las aguas de las piscinas…; y, claro, te agradezco estas líneas, cuando, ya ves, cómo arden mis piedras, esta plaza de Santa María, tan tuya, tan mía, ardiente el granito, el sol, astro mayor se adueña del sentimiento humano, el sol y la sombra; que ya ves cómo se refugia el hombre y su sombra en mis palacios, que todos buscan ¡ay! la caricia del aire, ¡qué lejana está! Cuando paso mis dedos por la Plaza de San Mateo, ahora, donde se está bien, es en el Aljibe, tú venías con el sabio de Don Abilio Rodríguez Rosillo…. A ti, siempre te espera tu Norba, no lo dudes tu vieja Norba, aquí, donde nacían los dioses, Canilleros, el Conde estaba tan enamorado de mi como tu… Es natural, ya ves /veis mi rango de ciudad mayor del Universo, a ti te lo puedo decir – porque sé que me amas y hasta me has dedicado un bello libro, “Cáceres, piedra y fuego”. Así me alzaron esos linajes, en el árbol genealógico de esas manos líricas y genealógicas, de amor por la piedra, de colocarla, como si yo fuera esa dama grande, dama mayor del Universo, que, sinceramente, me queréis, escucho vuestros pasos, cuando duermo y estoy en vela, sin embargo, por vosotros. Y esas cigüeñas, ¿qué me dices de ellas?. Me cantan con voz de tenor, y me cuidan, me velan entre sueños, cuando la noche y yo nos fundimos en este Cielo mayor del Universo, que tenéis que estar muy agradecidos… Sobran las flores y las metáforas como requiebros a esta Vieja Reina de las Ciudades del Planeta. Hay quienes, cuando duermo, hasta me arrojan claveles por las almenas, o me cantan con sus liras junto a las paredes, incluso, dicen, que el sol es muy distinto al de otras ciudades, ¿y la luna?. ¿Qué me dices de la luna?. ¿Y esos ecos melancólicos que dejan, en ocasiones, los palacios?. ¿Y las campanas?. Hace años, las volteabais… Ahora yo, vieja y muy querida Norba, se queda sola, sí, duermo, os velo desde las almenas, ausentes las cigüeñas, qué privilegiados sois, mirad cómo andan, qué prestancia sobre la pasarela primaveral de hierba y juncos. Sí, que tú y yo tenemos eso que se dice “empatía”. Y, antes de dormir, me arrojas un manojo de metáforas, cuando ves un cuadro mío de Martínez Terrón o de otros pintores, cautivados sus pinceles por mí, que recogen este cuerpo de seda y cuarzo y me plasman en sus lienzos. No te pases…, que, en pleno conticinio, muy bajito, sacas de tu corazón lírico, el son de un Stradivarius, ¡y que hondura, madre, qué hondura! Cuando no llamas a Píndaro o al mayor lírico del Universo, y me sacan los colores, no las calores. Ya sé que entre tú y yo, anda, lejanamente, Lorca. ¡Qué no me hubiera dicho!. El Darro la piropea con el rumor del agua – a Granada -. No sé qué le pasaría al Tajo, mira que irse tan lejos, estando yo aquí. Te imaginas en estas noches de azul y plata, si me coge por la cintura, en los Adarves, lo que habría sido de mí, corazón abierto a las metáforas…, las peleas no van conmigo. Ahora mis cacereños duermen como los ángeles y yo con ellos. Una o muchas nanas o una canción de cuna, cuando las cigüeñas y los vencejos me llevan, mágicamente, en los hombros azules del sueño, entre los campanarios, tañidos mágicos de bronces, adarves, cabo mayor de la llanura – La Montaña – por la madre tierra…, la de los Conquistadores, hombres sin miedo, el mar un venero. Que te quiero Cáceres / que te quiero, cuando eres llama o no, sea verano o enero /que te quiero. Y, no hay consuelo, tan alejado de tu suelo, o de tu cielo. Sólo tú y yo sabemos, conocemos este juego, abre tu corazón de granito y escucharas el eco de mis pies en el suelo. Como un vencejo, Cáceres, como un vencejo, aquí, en el Arco o en la fuente el Concejo, como un vencejo. Juan Antonio Pérez Mateos, escritor y periodista. Es autor, entre otras obras, del libro: ”Cáceres, piedra y fuego”. Conozco muy bien el paraje de la Vega en Tordesillas, situada en un otero, bello dibujo de su contorno sobre el firmamento de una villa histórica y señorial, unida al romance de las aguas del río Duero. “Río Duero / río Duero / nadie a cantarte baja…” Qué habrá pensado ese noble y cinqueño toro ante la estampa medieval del mozo con la lanza. “Como el toro bravo / he nacido para el dolor y la pena”- Miguel Hernández -. Una vez más, cuando he visto la oxidada imagen de la lanza, siento, con Machado, “el españolito / que vienes al mundo / te libre Dios; / una de las dos Españas / ha de helarte el corazón.” La vieja Iberia, Doña Juana “La loca” y, en ese “espectáculo”, las dos Españas. ¡Líbranos, Señor!. Yo tuve el placer de conocer a Don Jesús Pabón y Suárez de Urbina, gran historiador, autor de una magnífica biografía sobre Cambó, catedrático y fundador de la Agencia Efe, hombre de Don Juan.
El general Franco lo desterraría a Tordesillas, por un escrito que varios catedráticos le enviaron al General, en 1964, con el fin de que se iniciara una apertura del Régimen. Jesús Pabón sería testigo privilegiado del encuentro entre la Reina Victoria Eugenia y el General Franco con motivo del bautizo del actual Rey Felipe VI. Esa ceremonia sería clave en nuestra historia contemporánea. El General y la Reina se encontraron por última vez y esta le pediría a Franco que tenía tres candidatos a la Sucesión: su hijo, Don Juan, su nieto, Don Juan Carlos y su bisnieto, Don Felipe. “Hágalo pronto; que lo veamos”, le dijo La Reina y el General le respondió con un sí. Don Juan Carlos sería nombrado su sucesor. Por la firma del ya citado documento, Jesús Pabón fue confinado a la muy noble y leal Villa de Tordesillas - patria de Doña Juana la Loca - . Quién iba a decirle a Pabón que un amante de la historia como él “viviría” el destierro tras las huellas de la Reina Juana la Loca, a un tiro de piedra del Archivo de Simancas, al que acudía, casi a diario, durante su destierro, en los años sesenta. Una noche, a su casa madrileña de El Viso, llegaba un policía que le entregaba la orden de confinamiento. Don Jesús acababa de llegar, procedente de la Agencia Efe, de la que era presidente. Todo ocurrió muy deprisa. No daba crédito a lo que acontecía y ambos, don Jesús y el policía se fueron a la estación, camino de Tordesillas. A su llegada, se presentó al regidor y se instaló, en un principio, en un hostal y, posteriormente, en una casa alquilada, una vez que llegaron su mujer y sus hijas. Allí todo transcurriría bucólicamente en los diez meses que duró el destierro; leería mucho, se haría muy amigo del médico y la gente de la Villa le acogió con los brazos abiertos y se hizo un vecino más. Nadie se explicaba qué ocurría tras el castigo de un buen hombre y, como digo y repito, un vecino más, hasta el punto que, cuando se le levantó la pena, dos chicas de Tordesillas entraron de servicio en su casa madrileña. Cuál no sería el afecto al desterrado, que el alcalde y los mozos, ante la prohibición del Gobernador Civil de Valladolid para festejar “El toro de la Vega”, recurrieron a él. Este le escribió una carta al Gobernador y la respuesta no se hizo esperar. Tordesillas podría festejar “El Toro de la Vega”, con lo cual hubo alborozo y cohetes y la fiesta se celebró normalmente, sin que hubiera altercado alguno, como los que ha conocido toda España y la lucha entre paisanos y rebeldes. Ahora, ante el brote sensible de la sociedad española y la división de opiniones ante la polémica de la llamada Fiesta Nacional, he recordado a Don Jesús. Ya no hablamos de años; hablo de época. YA NO SUENAN LAS CAMPANAS Me ha cogido esta época entre una era electrónica y el último adiós del siglo XX, ando, pues, a caballo, en ese misterio del tiempo entre la Posguerra y el siglo XXI. Sin embargo, creo que camino por un sendero de transición, consciente de esa abstracción que llamamos tiempo: años, meses, días, horas, minutos y segundos. Quiero recordar, y a veces me paso, que Baudelaire decía que “hay que ser absolutamente moderno.” Expresado así, es un pensamiento atractivo, pero qué arduo es entrar en esa metafísica, en algo que nos huye de nuestro cerebro, lo que resulta difícil llevarlo a la práctica, convivir con tantos adelantos, nuevas técnicas, pensamientos de genios y filósofos, que, quizás, hasta haya orillado el humanismo, hontanar, tan fresco como rico, para el hombre. A mí, por ejemplo, el loable avance me ha cogido a destiempo, vamos, de mala manera, aun cuando, en otros hechos, yo fuera un hombre de mi tiempo, es decir abierto al sol de las nuevas ideas o de técnicas. Quién iba a decirme a mí, cuando mi vida periodística transcurría en las viejas redacciones de diarios y televisión, ya lejanos, “porque las ciencias avanzan que es una barbaridad”; quién iba a decirme cuando horneábamos el diario junto a las linotipias, con el plomo muy lejos de esta apasionante y fascinante era digital; y recordad a los linotipistas bebiendo, incluso leche, para vencer a los efectos del plomo. Adiós, pues, adiós, y a ser hijo de este tiempo. Quizás enlace esa visión, cuando he leído cómo mis Hurdes se quedan, lentamente, sin sacerdotes – mis Hurdes y tantos otros pueblos - y cómo se apagan lentamente las velas, en las humildes iglesias y hasta las campanas fabricadas en Montehermoso, mis campanas de Villanueva de la Sierra – dicen que llegaron con destino desconocido -; aquellos Santos doblando por difuntos y las castañas asadas - su sonido ha dejado paso al horario y, por ende, no convocan a los fieles a la Iglesia. No, esto no ocurre, únicamente, en Las Hurdes. Ya habrá tiempo, porque todo tiene su tiempo, como reza el Eclesiaste. He aquí la cuestión: somos hijos del tiempo o de los tiempos, de ese misterio que, cada día, convive con nosotros…Sería cuestión de entrar en filosofía… Seminarios cerrados, palacios episcopales transformados, ausencia de vocaciones, sacerdotes viejecitos y la Palabra que se apaga lentamente. De aquel Nacional Catolicismo, tiempo ha, hemos pasado a la era digital, no sabemos movernos en el tiempo, porque este nos mueve misteriosamente: campanas solitarias, cimbalillos, ídem. Con sus luces y sus sombras, el giro copernicano de la vida, ignoro dónde nos llevará; y no quiero quejarme, que soy hijo – o pretendo serlo - de mi tiempo ¡y ya es difícil!. Sí, me ha entristecido esa noticia, máxime con el amor que le tengo a mis “Hurdes, clamor de piedras”, libro que vería la luz en 1972. Ni aquello, ni perder el sonido del cimbalillo, que es una manera de llamarnos a escuchar la palabra, a la heredad espiritual que heredamos entre las paredes sacras. Si levantaran la cabeza los viejos obispos caurienses - Segura, especialmente - no daría crédito a lo que ocurre. Acabo de recrearme ante la estampa - diría que “renacentista”- de “La iglesia de las Lástimas”, que se alza en un montículo de Cambroncino, no muy lejos del eremita convento de San José, en Las Batuecas, donde Luis Buñuel pasaría un tiempo durante el rodaje de su cortometraje: “Las Hurdes: tierra sin pan”. Ya tengo el recuerdo sepia de esa época, cuando el doctor Albiñana sería confinado por orden de la República a Las Hurdes y tres o cuatro políticos o sindicalistas durante el Franquismo – Nicolás Redondo, entonces Secretario General de UGT, por ejemplo, en Las Mestas - y otras sindicalistas en aquellas alquerías, ante la sorpresa de los nativos. La Naturaleza es un Universo cambiante, que hace que respiremos otro aire, especialmente, los que somos hijos de la posguerra, cuando el pueblo o la aldea estaba hecha o, lentamente, se iba haciendo, todo seguía un ritmo ordenado y lento, de “adiós y con Dios”, de oficios que han desaparecido, pero que formaban una urdimbre, una manera de llenar el tiempo, de comunicarnos más, ser más humanos. Qué paradoja: ahora que la comunicación es la revolución del móvil y, sin embargo, nos sentimos, paradójicamente, más incomunicados. Veía venir lo de Las Hurdes, el fervor de esos sacerdotes por dejar la belleza de la Palabra esparcida en ese paraíso – no importa la distancia -, ni que se pierda – si importa - el tañido de la campana o un esquilón -. Por ahí anda el alma samaritana de Ángel Tejero, acogiendo a ancianos, llevando la Palabra, a esa tierra mágica, más allá de la “tierra sin tierra”, de Buñuel, o “el clamor de piedras,” de mi libro. Qué suenen las campanas a rebato en esos valles; que el aire transmita sus suspiros y las palabras dejen, como ruiseñores, un lugar en los nidos, cuelguen, como cítaras en ese vuelo puro del aire, porque Las Hurdes es más, mucho más, que esa tierra sin tierra y ese clamor de piedras. No recuerdo quien llegaría a decir que, en la magia de esa geografía, quizás hubiera existido el paraíso. Que vuelvan a sonar las campanas, que vuelvan, porque, sin su tañido, el jilguero que llevamos dentro no volará y se quedará triste y solo; y, sin embargo, ni nos consolamos con el sonido del río Los Ángeles. Que suenen las campanas, porque, sin ellas, la vida no es la misma. ¡Sonad, campanas, sonad! John Donne, poeta metafísico, decía que la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque estoy ligado a la humanidad; por consiguiente nunca hayas preguntado por quién doblan las campanas: quizás doblen por ti o por mí, pero quizás, quién sabe, ni las oiremos; quizás estaremos muertos, quizás no toquen, pero dejaré, como última voluntad, que doblen por mí y, entonces, mis pájaros alzarán sus vuelos y quizás se crucen con mi alma. Juan Antonio Pérez Mateos es escritor y periodista. Junto al río Manzanares, he visto cómo “esta gota irónica”- como lo definía Ortega y Gasset– llevaba en sus aguas las hojas de un árbol, esas hojas del árbol caído, juguetes del viento son, las que desnudan, lentamente, la belleza de las ramas, que le arrebatan, mágicamente, su armonía. Cuando desprendemos los ecos del recuerdo, plasmados en el calendario, en nuestro subconsciente brota esa ausencia, misteriosa palabra del tiempo, qué es, en sí el tiempo, dónde estás, qué ocultas, como la copla manriqueña: “cómo se pasa la vida tan callando”; y te preguntas por el tiempo abstracto, lejos de la copla manriqueña, cómo pasa ante las pupilas de los ojos, con qué capa nos envuelve el cuerpo, qué sensación nos deja en nuestra piel, cómo nos preocupa y ocupa el último adiós a la vida, como un Tosca de Puccini o si es el sol en una irradiación dormida en nuestra piel humana, o sobre la pureza ardiente sobre la arena, o en ese sol justiciero de la siesta cuando buscamos la sombra de una higuera o respiramos junto al chorrito brusco del agua que se desliza por el cauce de una serranía, o nos acaricia las manos de una mujer o mientras se posa un beso - como un jilguero – en nuestro rostro o viene como una ola mansa a nuestros pies envueltos en la arena. Todo esto es, por decirlo sencillamente, el colofón o la naturaleza del curso de unas aguas o el sofocón calenturiento de la hora de la siesta, o el sirimiri bajo una atmósfera cautivadora, o la ira de una tormenta veraniega, o las fluctuaciones de un febrerillo loco.
Por qué la barca pasa, pero el río queda o el día nos resulta excesivamente largo o breve, según cada ciudadano, y quien no lo sabe ampliar ni emplear, Goethe dixit. Cuando se dice el día ha dado mucho de sí o que bien he aprovechado el tiempo o lo redondo que se me hado el día. O el adiós del padre o de la madre: ”Aprovecha el tiempo”. Así vivimos bajo esa espada de Damocles sin darnos cuenta del paso de la pubertad a la juventud o de ésta a la madurez y, posteriormente, a la vejez. No recuerdo bajo qué reloj se leía: ”Todas las horas hieren; la última, mata.” O los versos de Jorge Manrique: ”Nuestras vidas son los ríos…”O el día es excesivamente largo para quien no lo sabe ampliar ni emplear”, que diría Goethe. Sí, como nos decían nuestros padres: ”Aprovecha el tiempo” o Unamuno que recomendaba “ser padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado”. El calendario y tantas calendas no son más que el toque del nudillo en la piel que nos envuelve, en este misterio que pasa, pasa y pasa y los que pasamos, realmente, somos nosotros. Quizás vivir sea un suspiro del tiempo. Juan Antonio Pérez Mateos, escritor y periodista. Feliz año. |
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July 2016
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